Curanto en hoyo, curanto polinésico, po’e, kalapurka, humitas, asado de llamo, charquicán de cochayuyo y tantas otras preparaciones, dan cuenta de una enorme y diversa alimentación en Chile desde las poblaciones indígenas, siendo legados y herencias de alto valor patrimonial.
Los estudios genéticos muestran que la población chilena tiene en promedio sobre un 44% de ADN indígena, en tanto que nueve de cada diez chilenos descendemos de una mujer indígena. A su vez, las comunidades indígenas actuales presentan un alto grado de mestizaje con los diferentes grupos que han poblado nuestro país desde la llegada de los españoles.
Respecto a las cifras de obesidad en Chile, seguimos tendencias muy similares. Un 74% de la población adulta chilena presenta obesidad y sobrepeso, siendo el primer lugar de los países de la OCDE en el año 2019. En tanto, el informe “Situación de salud de los pueblos originarios en Chile” del Ministerio de Salud del 2018 informa que los individuos declarados pertenecientes a pueblos indígenas presentan porcentajes más altos de obesidad en comparación con la población que no declara adscripción indígena, mientras que las enfermedades crónicas no transmisibles son similares en ambos grupos.
Asimismo, las mujeres indígenas presentan mayores frecuencias de obesidad en todos los tramos etarios, en comparación con las mujeres declaradas no indígenas chilenas, lo que se reproduce para el ámbito de la infancia a nivel nacional donde recientes indagaciones en comunidades mapuches, muestran que solo por el hecho de ser indígena, un/a niño/a presenta un 6% más de posibilidad de presentar obesidad en comparación con su par no indígena.
¿Es la raza la mala? Así lo habríamos pensado hace cien años atrás, en donde el paradigma europeo/racista era la forma imperante para entender y explicar las disparidades entre los diferentes grupos que poblaban nuestros territorios, donde los argumentos eran que cualquier tipo de anormalidad no se explicara por razones sociales o ambientales, sino que era una condena biológica, que el tiempo y el progreso de las razas superiores irían haciendo desaparecer. Ideas arraigadas que fueron bien acogidas en Chile para juzgar la situación de los sectores marginales que incluían a los grupos indígenas, campesinos, mineros y nuevas poblaciones urbanas, y así desligar de toda responsabilidad a los gobiernos de entonces, por las precarias condiciones en las que vivían estos grupos.
Este pensamiento determinista biológico llevó a que, en la década de 1960, en los albores de la pandemia de la obesidad, un investigador propusiera, al ver el alto porcentaje de obesidad de grupos indígenas americanos, polinésicos y australianos, que estos grupos habrían evolucionado con ventajas adaptativas para acumular grasa corporal en comparación con otras poblaciones. Tras generaciones de escasez durante la prehistoria, estos grupos habrían evolucionado seleccionando aquellos individuos que presentaran “genes” ahorradores. Estas variaciones genéticas favorables en el pasado, sin embargo, se convertirían en la actualidad en desventajas, dada la abundancia de alimentos, manifestándose en los altos niveles de sobrepeso y obesidad.
Solo fue necesario un par de décadas para mostrar que este “genotipo ahorrador” no estaba presente solo en estos grupos supuestamente desfavorecidos desde la prehistoria, sino que era constitutivo de nuestra naturaleza humana. No era necesario que se dieran situaciones de privación durante generaciones, sino que la presencia de condiciones privativas durante el desarrollo tanto en el vientre materno como en los primeros años de vida, podían provocar el desarrollo de diferentes enfermedades en la vida adulta.
Esta nueva visión generó un nuevo paradigma que ha mostrado la plasticidad que tenemos los humanos durante nuestro desarrollo y curso vital, en donde el ambiente y la genética se entrelazan y afectan. Esta nueva visión muestra cuán importantes son las desigualdades sociales en el origen y sus efectos en las disparidades de salud. Sin embargo, actualmente aún hay quienes piensan que las desigualdades “raciales” de salud, tales como la enfermedad cardiovascular, la diabetes y ciertos cánceres, entre otros, serían evidencias claras de las diferencias genéticas entre los grupos y sus diferentes capacidades “raciales” de adaptarse.
Por lo mismo es importante recalcar que es son los determinantes sociales los que otorgan las brechas de desigualdades en salud. Tenemos que poner atención sobre cuánto afecta el ambiente y la sociedad y como las condiciones de vida son causas directas sobre el bienestar, corporalidad y salud.
La raza fue un concepto que durante siglos permitió sostener razonamientos que fomentaron la desigualdad y que profundizaron niveles de pobreza y que hoy se expresan en quienes encarnan un mayor índice de sobrepeso/obesidad. Es vital reconocer y corregir las desigualdades que tienen los pueblos indígenas actuales frente al acceso y disponibilidad de atención médica, alimentos saludables y no contaminados, con precios accesibles, entre otros. Focalizar programas e intervenciones con este tipo de población mostrando enfoques selectivos y de pertenencia cultural son desafíos necesarios y urgentes para poder revertir las cifras que expusimos donde lo indígena concentra mayores índices de una pandemia global como el sobrepeso/obesidad pero que les aqueja con mayor radicalidad. El sector sanitario en conjunto con el académico y político deben trabajar de manera conjunta en la reducción de estas desigualdades de salud.
Por: Rodrigo Retamal y Carolina Franch
Publicado originalmente en Diario UChile