La alimentación no es ajena a los procesos históricos. El “descubrimiento” que hizo Europa de Abya Yala (América), y el extremadamente violento proceso de exterminio, conquista, colonización de la población nativa, trajo aparejados otros procesos coloniales que afectaron globalmente a las diversas culturas alimentarias.
Las cocinas nacionales, que se constituyeron siglos después, se nos suelen presentar como cuerpos homogéneos, altamente estables y esencialmente inmutables. Sin embargo, son herederas de los primeros encuentros coloniales. Qué sería de la cocina española sin el tomate, el pimiento o la papa, todos alimentos americanos extraídos de la relación colonial. O qué sería de la cocina chilena sin el trigo, la vaca, el cerdo y el pollo, alimentos importados en el mismo contexto histórico social.
Aunque la selección, apropiación y adaptación de alimentos es difícil de predecir en el encuentro intercultural, los procesos de intercambio asimétrico no son inocuos y libres de ideologías, tampoco en el ámbito alimentario.
Un caso claro son los “panes indianos”: mientras el trigo representaba la población hispana y criolla, el maíz fue simbolizado por la sociedad colonial como un producto menor, propio del mundo indígena. Asimismo, el trigo poseía un espectro cromático (derivado de las harinas) que reflejaba la diversidad de clases en la población no indígena: mientras más alto en la escala social, más refinada la harina y más blanco el pan.
Por una razón que no es del todo clara, las poblaciones mapuche adoptaron fuertemente el trigo y abandonaron –en su función panificadora– el maíz. José Bengoa apuesta por la adaptación ecológica, Sonia Montecino por la transmisión femenina del gusto. Independientemente de la causa, podría afirmarse que en Chile la ideología colonial borra simbólicamente la presencia indígena de maíz, construyendo un discurso (y una praxis) colonizada, al consumir principalmente panes de trigo. Si se acepta la idea, el discurso alimentario nacional se haría de espaldas a la tradición indígena, ofreciendo en cambio la imagen de una identidad mestiza asimilacionista.
Pero la noción de que las identidades alimentarias son estables es solo una ilusión moderna. Los procesos migratorios no se detienen con los Estados nacionales (probablemente se intensifican) y el intercambio cultural y alimentario, aunque se produzca en condiciones asimétricas, no deja de redefinir los límites de lo propio y lo ajeno.
Los últimos lustros hemos visto cómo han migrado y se han instalado comunidades de diversos países del continente (Venezuela, Perú, Haití, Colombia, Bolivia). Aunque muchos vienen en condiciones muy precarias, portan su cultura, gustos, técnicas, recetas y, desde luego, sus alimentos. Cadenas transnacionales de distribución y consumo, han permitido que emerjan productos que hasta hace unas décadas eran prácticamente desconocidos en el país. Desde alimentos frescos como plátano verde, yuca, cebolla morada, ají rocoto, papa china, sorgo o la tayota; alimentos procesados como bacalao salado, achiote, arenque ahumado, harina de maíz, leche de coco o el queso llanero; hasta alimentos ultraprocesados como salsa de huacatay, pasta de huancaína, condimentos industriales (palillo amarillito, djon-djon, verdecito), cervezas, maltas, gaseosas y bebidas energéticas, entre muchos otros.
Aunque aún es muy temprano para saber cuáles de estos alimentos y preparaciones se incorporen a lo que, en cien años más, se considere como cocina local, los recientes procesos migratorios permiten repensar los límites de las identidades alimentarias. La emergencia en el espacio público de preparaciones antes desconocidas, como las arepas, los tequeños o las empanadas venezolanas, abren la oportunidad de readoptar, por ejemplo, al maíz como elemento de panificación en nuestra alimentación cotidiana. En este sentido, la migración de nuevas comunidades no es nunca una amenaza a nuestras identidades, sino una invitación a ampliarlas y enriquecerlas.
Por: Daniel Egaña Rojas
Publicado originalmente en El Mostrador