El país andino tiene un 75% de población con sobrepeso pese a la guerra contra la comida ‘chatarra’ y otras medidas. Los expertos apuntan al difícil acceso a alimentos saludables, que los más vulnerables no se pueden permitir
El más pequeño de los cuatro hijos de Jael Noemí Ramos, de 27 años, fue diagnosticado de “sobrepeso”. El niño, de dos, tenía que ponerse a dieta por prescripción del médico. “Me explicó que debía variar la comida y darle carne. Pero no me da. Mis niños no comen carne ni pollo. Me dijo que comiera una o dos frutas al día y que, si desayunaba avena, no tomara pan en el almuerzo”, relata la madre. Ella también tiene sobrepeso y, aunque asegura que trata de cumplir la pauta para una alimentación saludable, reconoce que tiene dificultades para no acabar consumiendo comida “chatarra”, como llaman en Chile a los alimentos ultraprocesados, con exceso de azúcar, grasa y sal. Para esta peruana afincada en el país andino desde hace casi cinco años, el supermercado “es un lujo”, dice. “Normalmente voy a la feria y busco lo más económico. En ocasiones puedo comprar pescado; jurel enlatado, por ejemplo. Pero es muy caro. Las sopas las hago con fideos y verduras, el pollo es costoso para meterle sabor, así que uso las pastillas de caldo que son más baratas”.
La Fundación Hogar Niño Jesús entrega cada semana a Ramos una cesta de hortalizas y frutas que dona don Jaime, un agricultor local. Calabacines, cebollas, naranjas, zanahorias, patatas… Lo que de la tierra, que esté en buen estado, pero no cumpla con los estándares para la venta al público. “La fundación es de mucho apoyo. Hay alimentos que se desperdician y es una buena ayuda para quienes la necesitamos”, agradece la madre. Su situación es de extrema vulnerabilidad, pero su caso no es infrecuente. De hecho, el sobrepeso y la obesidad son epidemia en Chile, donde un 75% de su población tiene sobrepeso (40,2), obesidad (31,4) u obesidad mórbida (3,4), según la última encuesta nacional de salud, de 2016-2017.
Desde entonces, la situación puede haber ido a peor si se tiene en cuenta la tendencia ascendente que se observa en la comparación con ediciones anteriores. El estudio del estado nutricional entre escolares de la Junta Nacional de Auxilio Escolar y Becas (Junaeb), que cuenta con datos más recientes de 2020, tampoco arroja resultados para la esperanza: el 54,1% de los niños padece malnutrición por exceso, cinco puntos más que en 2015 y casi 12 por encima de los resultados de 2009.
“Chile es un laboratorio de lo que va a ocurrir a nivel mundial. El país tuvo las políticas más eficientes del planeta en la segunda mitad del siglo XX para enfrentar las enfermedades infecto-contagiosas. Entonces pasamos a un modelo de desarrollo que es producto del modelo de consumo. El resultado es que el ser humano enfrenta la mayor pandemia, que no es la covid, estamos equivocados. La obesidad mata a 41 millones de personas al año, mientras que el coronavirus matará a cinco o seis millones, que es lamentable, pero uno se pregunta por qué la obesidad no tiene la misma relevancia”, reflexiona Guido Girardi, el senador chileno artífice de la ley de etiquetado de alimentos, aprobada en 2016 para ponerle coto a la comida chatarra.
Se ha generado toda una infraestructura de negocio para hacer que los seres humanos sean obesos
La razón, indica el político contundente, “es que es un gran negocio”. Y agrega: “Los medicamentos para enfrentar la obesidad, no son para tratarla, sino que son paliativos; porque en vez de ir a las causas, en vez de construir ciudades amables, promover una cultura de la actividad física y de la alimentación saludable, se ha generado toda una infraestructura de negocio para hacer que los seres humanos sean obesos”.
“La obesidad mata a más de 100.000 personas todos los días y a 15 millones de personas jóvenes que no debieran morir”, afirma Girardi. La Organización Mundial de la Salud (OMS) no aventura datos de mortalidad por malnutrición por exceso, pero sí advierte de la relación con enfermedades potencialmente mortales como las cardiopatías, diabetes y otras. Según su publicación más reciente, en 2016 alrededor del 13% de la población adulta mundial (un 11% de los hombres y un 15% de las mujeres) eran obesos. Chile supera con creces la cifra y se sitúa a la cabeza en este problema de salud pública, junto con Estados Unidos y México.
El análisis de la Junaeb es que Chile se encuentra en una “etapa de postransición nutricional”, esto es que las familias dejan de lado la comida casera y comienzan a optar por la comida rápida y alimentos ultraprocesados “en una occidentalización de su dieta”. Así, un 16,2% de beneficiarios del Programa de Alimentación Escolar afirmó en un estudio de 2019 no consumir fruta y el 45,6% dijo optar por líquidos distintos del agua para saciar su sed. Eso, pese a la prohibición de comercializar o dispensar productos con el sello hexagonal negro que indica su elevado nivel de sal, grasa o azúcar. Un modelo de etiquetado pionero para garantizar “el derecho a la información” a los ciudadanos sobre lo que se llevan a la boca: “veneno”, en palabras de Girardi.
Además del sistema de etiquetado de Chile, que entre otras cuestiones, implica que los productos con sello no pueden contener regalos o atraer la atención de los niños con dibujos, el país ha adoptado otras medidas en los últimos años para frenar esta pandemia. En 2008, implementó el Programa de Alimentación Saludable y Actividad Física para la Prevención de Enfermedades Crónicas en Niños, Niñas, Adolescentes y Adultos (PASAF), que en 2013 fue actualizado en el Sistema Elige Vivir Sano. Las campañas públicas de sensibilización han sido, además, numerosas. También la sociedad civil se ha implicado en la lucha con propuestas de un articulado que reconozca el derecho a la alimentación en la nueva Constitución, desde el ámbito académico, hasta formación nutricional en comedores sociales por parte de profesionales voluntarios.
Con todo lo que se pierde, comería un país entero. El 40% de lo que se produce en Chile, se desperdicia
Por su parte, don Jaime, contribuye con lo que tiene: alimentos saludables para los beneficiarios de la Fundación Hogar Niño Jesús, que reparte cestas a más de 2.500 familias en situación de vulnerabilidad. “Con todo lo que se pierde, comería un país entero. El 40% de lo que se produce en Chile, se desperdicia”, asegura el agricultor. “Su generosidad ha ayudado a muchas personas”, dice Julia Lespinasse Tapia, de 50 años y directora de fundación, a la que todos llaman Yuri. “A las personas mayores les dábamos bebida de cola o papas fritas, pero les generas un problema de salud como hipertensión”, razona. “Ahora tratamos darles alimentos saludables y que no causen enfermedades. Hay niñas de ocho años con colesterol alto porque comen todo con kétchup y mayonesa”, comenta en el patio de la sede de la organización, donde almacena las hortalizas que distribuye cada día en una furgoneta destartalada.
Yuri sabe todo esto gracias a que ha recibido formación que alumnos de la carrera de nutrición de la Universidad Católica de Chile imparten en organizaciones por intermediación de Alimentando a Cristo, otra entidad que colabora en red con fundaciones y comedores sociales para multiplicar su impacto. “Nos estamos contactando para hacer alianzas colaborativas, no es competencia. Mientras sigan votándose el 40% de los alimentos, es que faltan muchas manos para que no sea así. Hay que sacar adelante una ley que prohíba que se desperdicien”, pide Juan Francisco Errázuriz Rivas, presidente y cofundador en 2015 de Alimentando a Cristo. “Trabajé en una empresa de champiñones y conozco bien el problema“, explica. Y añade: “Las medidas son insuficientes. La educación en las escuelas y a las familias está en el debe. Las madres no tienen tiempo ni de mirar las etiquetas”.
De acuerdo con el académico del Departamento de Atención Primaria y Salud Familiar de la Universidad de Chile, Daniel Egaña, uno de los problemas en términos de educación es que a mucha gente le cuesta entender que la mala alimentación produce obesidad. “Al principio de la pandemia, en algunos sectores empobrecidos de Santiago de Chile hubo protestas. Los manifestantes tenían sobrepeso y se ironizó sobre ello; que por qué protestaban por hambre…”, recuerda. “La obesidad es pobreza: tienen dinero para comida, pero no para una alimentación saludable”, clarifica. “La gente come, se mantiene viva, pero no se nutre bien y están obesos. Están malnutridos”, insiste.
Egaña también cree, como Errázuriz, que ciertas medidas son insuficientes. Lo piensa del etiquetado: “Si lo que dicen los sellos es que esos productos tienen algo tóxico: prohibámoslos”. Además, tiene la impresión de que, con el tiempo, las advertencias visuales en los envasados “se dejan de ver”. Con todo, valora positivamente que, al menos, exista esta herramienta de advertencia a los consumidores. Y solicita que, del mismo modo que la comida con sello no se puede dispensar en las escuelas, tampoco se pueda en universidades y espacios públicos. “Y que se limite el porcentaje de alimentos con sello que se pueden comercializar en un supermercado, por ejemplo, al 20%”, va más allá.
La falta de acceso a alimentos no es solo disponibilidad
Pese a estos argumentos, el experto insiste en que la raíz del problema está en el acceso a una alimentación saludable. “La gente sabe lo que es comer saludable, pero no se lo puede permitir. Las mujeres tienen claro cuál es el problema”, afirma. “No puede haber un cambio en la alimentación si el país no es más equilibrado salarialmente. Eso supondría duplicarlo. Si hay un 30% al que no le alcanza para una dieta equilibrada, da igual que pongas una verdura en su casa. Es paliativa, pero no resuelve el problema”, señala. Por eso, subraya la importancia de visibilizar esta cuestión. Lo dice porque cree que el derecho a la alimentación “está poco en el debate social”, aunque “ha resurgido con las ollas comunes”.
En una de esas ollas, confirman sus tesis. En el edificio del arzobispado de la comuna de La Pintana, al sur de Santiago de Chile, un grupo ligado a la iglesia, liderado por el párroco, el padre Fernando Tapia Miranda, se organizó hace cinco años para cocinar grandes cantidades de almuerzos, que llevan a otros comedores sociales populares, además de repartir allí mismo. “Hacemos 200 comidas al día tres veces por semana. Lo que hace la gente es estirar esas raciones para toda la semana”, lamenta Graciela Pérez Chamorro, una de las impulsoras de la iniciativa. “Esta es la realidad, todavía hay gente pobre y se la rebusca para salir adelante”. Ella misma sabe lo que es pasarlo mal. “Dormía en el suelo, me faltaba la luz… Pero no me faltó de comer. Me dieron un curso de costura y llegué a jefa de corte”. Hoy quiere devolver la ayuda que ella un día necesitó.
“Aquí han venido nutricionistas para tener una dieta equilibrada porque hay preocupación”, comenta el padre. En su opinión, hay un problema de educación: “La gente pobre come más de la cuenta. Y mal”. Confía en que el nuevo gobierno de Gabriel Boric, “con más sentido social”, abordará esta cuestión. “Al menos, en los colegios ya no dan galletas, sino una pieza de fruta”, celebra el párroco. “Gente de calle siempre va a haber”, reflexiona el Tapia, “pero si hay políticas de Estado como un salario más digno, más empleo, mejores pensiones… La situación será distinta”. La “papa caliente”, dice, son los inmigrantes. “Hay mucha xenofobia y se dicen muchas mentiras que la gente cree”. Esa discriminación hace que muchos se vean abocados a acabar en su ventanilla pidiendo comida. “Espero una política más humanitaria; nadie se va de su país por gusto”, zanja.
Gente de calle siempre va a haber, pero si hay políticas de Estado como un salario más digno, más empleo, mejores pensiones… La situación será distinta
En otra olla en la Junta de Vecinos de Nogales, barrio de la comuna de Estación Central, al noreste de la capital, el coordinador Hernán Olivi Inostrosa, hace un diagnóstico similar: “Hay dos realidades. Los políticos hablan de alimentos saludables, pero la verdad es que a la población no le alcanza para esos alimentos. Se cocina y se come lo que se puede. Ese es el tema”. La comida chatarra, aclara, no es la de las grandes cadenas de hamburguesas y pollo frito. “La tenemos en la calle, en puestecillos. El costo de la vida está subiendo demasiado: una lechuga por 1.000 pesos (1,10 euros) es muy cara”. La pensión de los mayores que acuden a su comedor oscila entre los 70.000 o 150.000 pesos (76 y 163 euros), por eso, tras el estallido de demandantes de ayuda durante la pandemia, son los ancianos los que aún siguen haciendo cola en su puerta con sus ollas vacías tres días a la semana. Ellos son la otra cara de la misma moneda del derecho a la alimentación en Chile.
María Padilla es una de esas personas mayores. Dice que tiene 65, pero aparenta más. “A veces me duelen los huesos, pero estoy bien”, asegura. Acude con su olla vacía, que se llevará con la comida del día: lentejas. Sus ingresos: 100.000 pesos de pensión más un extra que obtiene limpiando casas. Y debido a sus dolencias, no es una actividad que pueda hacer de manera regular. “Nunca pensé que iba a pasar esto, pero pasó y necesité ayuda”, se encoge de hombros. “Ojalá no se acabe la ollita. Me quedaría sin almuerzo”. Tras ella, esperando su turno, está Julia Valenzuela. No sabe leer ni escribir y se ha ganado la vida limpiando casas. Pero ya está mayor para seguir. ¿Qué edad tiene? No lo sabe con certeza. “Lo pone en mi carnet. Soy bisabuela”, desvela. Viuda, con dos hijos enganchados a la droga y los nietos a su cargo, no le queda más remedio que ir a la Junta de Vecinos para poder comer.
Ucamau es la organización que cocina aquí los martes. Doris España, voluntaria del colectivo, dice mientras sirve las lentejas: “En Chile hay mucha gente de escasos recursos, aunque tengan una casa. Sobre todo, de la tercera edad. Están muy solos”. Preguntada sobre si le inquieta mantener y ofrecer una dieta saludable, dice sin tapujos: “A las personas con sobrepeso las derivan al nutricionista, pero no les alcanza para comprar queso fresco o pescado blanco. Es muy caro”. Ella, que sobrevive de vender informalmente ropas de segunda mano que le regalan, no mira las etiquetas de los envases. “Yo como nomás”. Marjorie Aguilera, a su lado, asiente: “Uno para hacer dieta tiene que tener plata. La comida saludable es muy cara. Comemos mucho pan”. Además, “si uno en este país gana muy poco, prefiere comer a ir al médico”.
Publicado originalmente en El País